Hoy en «Cualquier tiempo pasado fue anterior»: El R8 de mis abuelos

Coordenadas desconocidas

El Renault 8 de mi abuelo nunca nos llevó muy lejos pero rugía como si viniera de vivir grandes aventuras. Recuerdo que aunque estuviera en la otra punta del pueblo sabía cuando llegaban mis abuelos por aquel ruido tan característico. Claro que esto también era posible porque el pueblo es  pequeño y sólo tiene una carretera que lo atraviesa de norte a sur. Pero es un hecho que rugía y no sólo para mí, ya que si yo no lo había escuchado alguien lo hacía y me decía: “Ahí viene el coche de tu abuelo”.

Recuerdo que en la palanca de cambio había una especie de decoración hecha de ámbar y conchas, seguramente fea pero integrada en el conjunto; recuerdo un salpicadero de madera donde mi abuela había colocado la estampita de la virgen del desprecio, de su pueblo natal, no fuera a ser que por no llevarla nos fuera a pasar algo. Mi abuela más que creyente por convicción es creyente por precaución, esto es, llevaba a la virgen en el coche como llevaba agua, anticongelante, aceite o rueda de repuesto, es decir:  por si acaso. Recuerdo que la tapicería original estaba impecable porque mi abuela nunca había dejado que estuviera sin proteger.  Por aquel entonces lucía unas fundas de un tejido muy suave y esponjoso  con un estampado de cebra que contrastaba con el color guinda –mi abuela siempre lo describió así- de la carrocería.

Recuerdo su maletero delantero,  ese donde cabían, siempre según mi abuela, un número determinado de bultos. En este país antes de usar troleys y bolsas de rafia se empaquetaba en cajas y atillos y mi abuela en esto siempre fue muy buena y hacía embalajes que ni las mejores agencias de transporte igualan hoy. Tras empaquetar anunciaba severamente: Lleváis 4 bultos: 2 cajas,  una bolsa y la maleta. Tenéis que llegar a casa con 4 bultos. Luego nos miraba profundamente  y decía: 2 cada una, 4 en total. No os dejéis nada. Y metíamos los 4 bultos en el maletero, que por aquel entonces llamábamos capó.  Yo imaginaba –claramente influenciada por la factoría Disney- que los bultos empezarían a multiplicarse –como las escobas de Fantasía o los elefantes rosas en Dumbo- y mi madre y yo seríamos incapaces de cumplir con la misión encomendada por mi abuela.

Recuerdo que esa fue una de sus principales funciones hasta el final: hacía de enlace con los autobuses a Madrid. Aunque también acompañaba en las compras y los recados; íbamos en él a las visitas o a por níscalos y fue mi coche ambulancia mucho tiempo. Llevando a cabo esta última función una vez me comí un bocadillo en su interior como algo excepcional. Mi abuela lo preparó porque me daban el alta después de varias semanas en el hospital y, como es una mujer previsora, harta de la comida de hospital también, se llevó unos bocadillos de casa. Había tardado tanto en salir que teníamos prisa y ganas de llegar. Me comí el mío en el trayecto a casa y desde entonces no he vuelto a comer en un coche. No merece la pena.

Recuerdo también que se deshicieron de él más o menos al mismo tiempo que los recuerdos empezaron a  abandonar a mi abuelo. Lo vendieron por una cantidad simbólica a un tipo que usaría sus piezas para otro R8, éste con suerte, de rally competición. Así que terminaría sus días siendo una caja de recambios. Triste futuro para un gran coche y también para mi abuelo, al que a día de hoy ya han abandonado todas sus vivencias, recuerdos y capacidades. Así que yo prefiero imaginarles en otro presente a los dos: Al Renault 8 color guinda retirado  en La Habana, llevando a turistas de acá para allá por unos dólares convertibles y a mi abuelo bailando pasodobles con mi abuela en un hotel de Benidorm.

Ninguno de los tres se merecía menos.

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