Durante toda su vida le acompañaron las náuseas. A veces las causaba un olor, el sabor del primer café, una visión, el comentario de un semejante. A veces no tenían causa aparente. Culpaba a la náusea de Sartre. Había leído el libro durante la adolescencia, en una época en la que era impresionable y a consecuencia de la lectura, desde entonces, la vida misma le producía náuseas. «Maldito existencialismo» pensaba mientras una bocanada de reflujo gástrico le quemaba el esófago y el diafragma se le encogía. Últimamente la vida se limitaba a acabar el día sin vomitar.
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